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El 17 de diciembre de 1668 un alboroto inesperado sacudió a la ciudad de Burgos. Una ejecución en horca conmovía las conciencias de los burgaleses, despertaba en ellos sentimientos de compasión y los impelía a un levantamiento popular contra la forma cruel en que se administraba justicia. Un juez implacable, Antonio Salinas, y un anónimo verdugo, que se habían desplazado desde Valladolid a la ciudad del Cid para ajusticiar a un reo, lograban amotinar al vecindario con la exhibición que hacían de rigor justiciero el primero y del extravío de sus habilidades para acabar con la vida de sus semejantes el segundo.

Sin sentido de la medida, cegado el juez por la soberbia del poder que le daban sus atribuciones y obnubilado el verdugo por la admiración que sus actuaciones habían suscitado en otras ocasiones entre las comadres y populacho que acudía a solazarse con los últimos estertores de los condenados a muerte, los dos empleados públicos, diferenciados por su rango social y nivel económico, que los situaba en las antípodas, pero igualados por la facha de sus instintos, sobrepasaron los límites más elementales de lo tolerable hasta soliviantar a la muchedumbre reunida.

Conocemos parte de lo sucedido aquel día gracias a un relato de los hechos contenido en una crónica –Observaciones de algunas cosas memorables que an sucedido en esta Ciudad de Burgos desde el año de 1654 […] escritas por el Lizenciado Joseph de Arriaga y Mata, Beneficiado […] en la Parroquial de Sn. Lesmes…– que se conserva en el Archivo Municipal de Burgos:

Lunes, en 17 de Diziembre de 668, víspera de la Espectación de Ntra. Sra., sacaron a hajustiziar en muerte de orca en esta Ciudad a Phelipe Manero, de hedad de 31 años, vezino de La Aguilera junto a Lerma, por estar convicto y confeso, aunque extrajudicialmente, y haver él confesado en el tormento que le dieron después de estar condenado a muerte, y hazer quartos por asesino…

Si perverso había sido el procedimiento para justificar la resolución de la más terrible de las condenas, la aniquilación de la vida, pena de la que se abusaba con el pretexto de que tenía carácter “ejemplar”, no menos miserable iba a resultar la representación de la ejecución de la sentencia en el patíbulo.

Según el relato que nos ha llegado en la secuencia de la acción judicial se presentaba al encausado como confeso, aunque extrajudicialmente, y en esa instancia prejudicial era condenado a muerte. Con posterioridad a la condena se le sometía a tortura hasta alcanzarse el objetivo de haber confesado en el tormento que le dieron, estando ya condenado con anterioridad.

Al irregular proceso siguió el brutal ensañamiento con que se maltrató al convicto. Fue paseado por las calles para su escarnio y para solaz de mentes ecpáticas. Cuenta la breve crónica de Arriaga que habiéndole sacado a las doce del día de la cárcel por las calles acostumbradas, le llevaron a la horca para acabar con su vida en un estrado compuesto apresuradamente para tal finalidad.

Se había confeccionado con dificultades. Los operarios a quienes correspondía esta tarea se habían negado a colaborar en su construcción, pues hubo gran diferencia sobre quién la había de hacer, y los carpinteros se ausentaron y excusaron por decir que no les tocaba, sino a los alarifes de la ciudad, y por serlo Pedro de Albitiz, y no haber dado orden se hiciese, le sacaron cien ducados de multa.

La reticencia a colaborar con la justicia en un procedimiento de dudosa rectitud se vio reforzada por la violencia ejercida en el cadalso, pues habiendo el verdugo que se trajo de Valladolid echádole de la escalera, y procurado por más de un cuarto de hora que estuvo encima de él, dándole muchas culadas, ahogarle, no fue posible.

Los burgaleses, que veían atónitos las maniobras del ejecutor, no estaban dispuestos a seguir impasibles ante sus atrocidades. Empezaron a protestar. También se soliviantaron los frailes que habían acudido con el doble propósito de dar los últimos auxilios espirituales y aliviar la zozobra del ajusticiado al final de su vida. Experimentaron, de pronto, una sorprendente metamorfosis. Pasaron del comedido ejercicio del servicio religioso a desenvainar algunas armas para poner fin a la tortura. Y lo liberaron.

Arriaga describe así el extraño suceso: y viendo esto los religiosos que asistían a su muerte, de San Francisco, que serían veinte y seis […], subió a la horca un religioso Francisco, con un cuchillo de cortar plumas muy afilado, que le dio el licenciado Manuel de Valenosa, beneficiado en San Lesmes, y en un instante cortó todas las sogas, y cayeron al ajusticiado y el verdugo en el suelo, donde a éste le maltrataron muy mal, y le hirieron, pasándole con un puñal un hombro, y muchas pedradas, y al tal Manero cogieron los Religiosos y sacerdotes eclesiásticos, y le llevaron vivo al hospital de Santa Catalina de Trescorrales, donde le quitaron los dogales y prisiones […] y habiéndole tenido allí reposado como una hora, fue tanta la multitud de eclesiásticos que se llegó con todo género de armas, así religiosos como seculares, que guardando las bocas calles le llevaron del Huerto del Rey a San Francisco, donde le curaron.

No terminó aquí el insólito percance.

La Justicia, una vez recuperada del susto por el inesperado tumulto de pueblo y clero, trató de capturar de nuevo al dolorido Phelipe. Para ello, con el desairado juez vallisoletano encabezando una fuerza de choque, entraron en el convento.

Fue inútil, pues, como refiere la crónica, aunque llegó a la tarde a sacarle Dn. Antonio Salinas y la Justicia secular, no le permitieron más de que registrase lo aparente del Convento sin llegar a la enfermería, donde le tenían curando, con que se volvió la Justicia, y fue caso raro […] porque si hubiera […] concurrido luego la Justicia antes que se armasen los eclesiásticos para volverle a la cárcel, porque dentro de una hora que todos se unieron fuera imposible y sucedieran muchas desdichas, porque estaban en su defensa más de doscientos hombres armados, eclesiásticos y seculares, y muchos caballeros de hábito y regidores.

Cuesta imaginar tan curiosa comitiva de frailes y curas convertidos en improvisada hueste armada de garrotes, dagas y cuchillos, y rápidamente reforzada por elementos seculares, incluidos caballeros de hábito y regidores. Pero este suceso, que nos resulta desconcertante, no es del todo insólito viéndolo en el contexto de otras chocantes peripecias que, con la pena de muerte como protagonista, pusieron ojipláticos y volvieron turulatos a los burgaleses en más ocasiones.

No tenemos noticias de lo que pudo suceder en días posteriores, ni tampoco de las consecuencias de la tunda de palos y pedradas, entre las que se escapó alguna cuchillada, con la que el verdugo, malherido, probó de su propia medicina. La respuesta a esta pregunta tal vez esté en alguno de los libros de enterramientos de las parroquias de Burgos.

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