Entre 1815 y 1914 ninguna gran potencia se enfrentó a otra más allá de su región de influencia inmediata. Eso cambió con la Primera Guerra Mundial en la que participaron todas las grandes potencias y los estados europeos, excepto España, los Países Bajos, los tres escandinavos y Suiza.
En los albores de este conflicto, todos los varones europeos aptos y en edad para el servicio militar estaban en posesión de una cartilla en la que se fijaba el lugar de destino al que incorporarse en caso de movilización. A principios de julio de 1914 había unos cuatro millones de europeos uniformados; a finales de agosto eran unos veinte millones, cuando los caídos eran ya decenas de miles.
Los objetivos políticos eran difíciles de determinar: Alemania buscaba un reconocimiento político equivalente al peso de su economía; Gran Bretaña no quería verse relegada como primera potencia; y Francia pretendía compensar su creciente inferioridad demográfica y económica, y veía en Alsacia y Lorena un factor de inestabilidad. Finalmente, todo ello fue relegado al olvido, en buena medida por las listas de bajas interminables, presupuestos inconmensurables y sufrimientos incontables. El entusiasmo popular inicial se transformó en hastío y repulsa.
Este conflicto fue ante todo una guerra tecnológica. Se estima que la artillería provocó entre 65% y el 70% de las pérdidas humanas, mientras que en las contiendas precedentes (el conflicto ruso-japonés, la guerra de Crimea) solo había ocasionado el 15%. De ahí que surgiesen las trincheras para guarecerse de esa lluvia de plomo.
El submarino fue otra novedad, que impulsaría la entrada en la guerra de Estados Unidos, una vez que el embajador alemán les confirmó que reanudaban los ataques sin restricciones, tras el hundimiento del buque de pasajeros Lusitania.
El uso moderno de armas químicas comenzó el 22 de abril de 1915. En Yprés tuvo lugar el primer ataque del ejército alemán contra el francés con gas cloro. Eran sustancias químicas comerciales introducidas en municiones habituales, como granadas y proyectiles de artillería. Entre ellas estaban el cloro, el fosgeno y el gas mostaza, que provocaba dolorosas quemaduras en la piel.
De esta forma describe Ernst Jünger el efecto y la sensación del gas: Un desagradable gas irritante lanzado por granadas inglesas, que olía a manzanas podridas, me hizo difícil el camino de vuelta. Aquel gas se había aferrado con mucha fuerza al terreno; dificultaba la respiración y me arrancó lágrimas de los ojos.
A la mañana siguiente pudimos ver en la aldea, estupefactos, las secuelas dejadas por el gas. Muchísimas plantas estaban marchitas, caracoles y topos yacían muertos por doquier y a los caballos acantonados en Monchy y pertenecientes a los enlaces montados el agua les fluía de la boca y de los ojos.
Robert Graves escribió: desde 1916 me obsesionaba el miedo al gas; cualquier olor desacostumbrado, hasta un repentino aroma de flores en un jardín, era suficiente para provocarme estremecimientos.
Hubo que esperar al final del siglo XX, para que, tras 12 años de negociaciones, la Conferencia de Desarme adoptara la Convención sobre Armas Químicas en Ginebra.
Las cifras de víctimas fueron estremecedoras. El frente occidental se convirtió en la maquinaria más mortífera que conoció la historia de la guerra. La causa de tantas bajas se explica por la potencia de fuego de las nuevas armas. Francia tuvo un millón cuatrocientos mil caídos, de modo que solo un tercio de los soldados que participaron en la guerra salieron indemnes. Tanto en Alemania, como en Rusia hubo dos millones de víctimas, frente al millón del Reino Unido. En el Imperio otomano cayeron ochocientos mil soldados. En total, fallecieron aproximadamente unos diez millones de combatientes y de civiles, y quedaron entre cinco y seis millones de inválidos.
Thierry Hardier y Jean-François Jagielski han estudiado el considerable número de desaparecidos en las filas francesas. De ahí proviene la multiplicación de los monumentos al Soldado Desconocido, con los que se trataba de dar una salida psicológica al duelo de las familias. Distinguen dos categorías: los que tuvieron la suerte de conservar la vida, desaparecidos temporales, y los que murieron, cuyos restos nunca fueron encontrados. Según las estimaciones más fiables solo tres cuartas partes de los caídos franceses habrían sido debidamente identificados.
El rey Alfonso XIII, por medio de su Secretaría Particular, jugó un papel importante como mediador para buscar desaparecidos, así como para establecer la comunicación entre familiares o entre la población civil en zonas de conflicto. En el Archivo General de Palacio (Madrid) se custodian centenares de cartas que constituyen la prueba documental de esta labor humanitaria.
La contienda terminó por el inevitable agotamiento de las fuerzas humanas y de la producción industrial.
Para más información recomendamos consultar:
Michael Howard. La Primera Guerra Mundial. Barcelona, 2002.
Robert Graves. Adiós a todo eso. Barcelona, 2002.
Ernst Junger. Tempestades de acero. Barcelona, 2005.
Tony Judt. Sobre el olvidado siglo XX. Madrid, 2008.
David Stevenson. 1914-1918. Historia de la Primera Guerra Mundial. Barcelona, 2013.
Louis Ferdinand Céline. Viaje al fin de la noche. Barcelona, 2011.
Filmografía:
La gran ilusión. Jean Renoir. 1937
Senderos de gloria. Stanley Kubrick. 1957
Capitán Conan. Bertrand Tavernier. 1996
Largo domingo de noviazgo. Jean Pierre Jeunet. 2004
Nos vemos allá arriba. Albert Dupontel. 2017
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