La mendicidad y el vagabundeo son una herencia medieval, fruto tanto de las epidemias, como del hambre y de la guerra.
Sin embargo, en el Medievo, pobreza y riqueza no aparecen como mundos antagónicos, antes bien, son complementarios, ya que el rico puede obtener su salvación a través de la purificación de la limosna.
Con el tiempo, el vagabundo se convirtió en un ser peligroso, vehículo de disturbios que liberaba su potencial subversivo en los motines y en las revueltas sociales, motivadas por las crisis de subsistencia que estructuralmente sacudían el sistema económico feudal.
Desde el siglo XIV conviven ya las dos visiones respecto a la pobreza, ya sea como virtud o como maldición. Paulatinamente se opera la transformación, el pobre deja su aura de tocado por la gracia divina, para convertirse en un ser inquietante y anónimo; por ejemplo, Luis Vives en su Socorro de pobres los define como corruptos física y moralmente.
Durante el siglo XVI la situación del pobre se deteriora por el auge demográfico, a la par que la burguesía mercantil precisa de mano de obra abundante y barata. Lutero lo expresará con contundencia: la limosna es un chantaje para ganar el cielo que sólo fortalece a los holgazanes en su ociosidad.
Cristóbal Pérez de Herrera aborda el problema del vagabundeo y la mendicidad en toda su dimensión en Amparo de pobres, en el siglo XVII. La faceta más moderna de este autor se centra en el germen de la mendicidad: los niños. Pretendía que éstos fueran recogidos por prelados y corregidores hasta los siete años con el fin de enseñarles un oficio. Por primera vez, la reforma de la beneficencia desembocaba en una solución mercantil.
El ilustrado, partiendo de los presupuestos mercantilistas de los arbitristas del siglo anterior, imagina una república de trabajadores aplicados y virtuosos, con una población disciplinada y sana. La utopía productivista de la colmena es el modelo de la ciudad ilustrada, en la que no tienen cabida los ociosos, los vagabundos y los mendigos.
Desde la Real Orden de 21 de julio de 1717, hasta la de 30 de junio de 1789, se promulgan alrededor de setenta disposiciones con el fin de regular el aprovechamiento y recogida de vagos. Había que introducir las luces de la razón en este segmento de la sociedad y, para ello, se debían desarrollar métodos de conocimiento y control de la población, como el Censo de Campoflorido y el Catastro de Ensenada.
Esta necesidad de información se advierte claramente a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Como recoge Campomanes en su Discurso sobre el fomento de la industria popular: Es preciso saber el número de los vagos y mendigos, las causas que influyen a ello, y discurrir los medios de que puede valerse el Gobierno para destinar ambas clases a ocupación que los mantenga. Para ello, se pide a justicias, corregidores e intendentes relaciones detalladas sobre los vagos existentes en cada pueblo, villa o parroquia, con sus filiaciones, características y defectos.
Pero, ¿quiénes eran los vagos? Según la Real Ordenanza del año 1775, todos los que viven ociosos, sin destinarse a la labranza, o a los oficios, careciendo de rentas de que vivir; o que andan mal entretenidos en juegos, tabernas, y paseos, sin conocérseles aplicación alguna; o los que habiéndola tenido, la abandonan enteramente, dedicándose a la vida ociosa, o a ocupaciones equivalentes a ella; estando prohibida la tolerancia de la ociosidad en buena razón política y en las leyes de estos reinos.
Los vagabundos, holgazanes, extravagantes constituyeron una de las canteras más importantes para engrosar las tropas, de tal manera que, de acuerdo a la Real Instrucción de 25 de julio de 1751 de la Secretaría de Despacho Universal de la Guerra, se dictamina la aplicación de los vagos no sólo al servicio de las armas, sino también al de los arsenales, con el fin de establecer la quietud en los pueblos y la seguridad en los caminos. Se hacen levas para recogerlos y conducirlos a las capitales de cada provincia, poniéndolos a disposición del intendente.
La documentación relativa a este reclutamiento forzoso se encuentra en el Archivo General de Simancas y en el Archivo General de la Marina Álvaro de Bazán (Viso del Marqués), donde se custodian los fondos de las Secretarías de Estado y del Despacho de Guerra y de Marina.
Existen listas, como la de los vagos de la Caja de Sevilla sentenciados al Arsenal de La Carraca para que cumplan en él los tiempos de sus condenas a grillete. En ella figuran hombres como Juan Barba, condenado a seis años a los trabajos y obras en el arsenal por habérsele aprehendido vagando y sin pasaporte; o, José María Gómez, con pena de dos años por vago incorregible, e inclinado al vicio de la bebida, con aplicación a algún oficio según voluntad de su padre.
La mayoría de los destinados a los arsenales desempeñaban oficios de calafatería o eran empleados en las fábricas que allí había, como las de jarcia y lona. Pero algunos acababan en trabajos tan extenuantes como el de bombas para el achique de agua en los diques.
En consulta al Consejo de Castilla de 15 de agosto de 1786, se desvela la intención de esta dura condena: al liberarlos se ordena que vayan vía recta sin distraerse del camino; a fin de que unos y otros cuiden de que tales individuos se dediquen a la agricultura o algún oficio, y sean vasallos útiles al Estado, sin volver a su vida delincuente.
En este documento se refleja el nuevo tenor de los tiempos: el utilitarismo. No hay que olvidar que hombres como Adam Smith y Jeremías Bentham proponen unos fundamentos sociales y económicos de nuevo cuño para la sociedad que comienza a fraguarse.
Para saber más, recomendamos consultar:
Portal de Archivos Españoles (PARES): Archivo General de Simancas
Archivo General de la Marina Álvaro de Bazán
Pérez Estévez, Rosa María: El problema de los vagos en la España del siglo XVIII. Madrid: Confederación Española de Cajas de Ahorros, 1976
Las citas literales que se recogen en la entrada del blog se encuentran en este artículo, donde consta la referencia concreta a las fuentes documentales.
Filmografía:
Los olvidados. Luis Buñuel. 1950
Viridiana. Luis Buñuel. 1961
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