Si comparamos cuantitativamente las veces que aparece una mujer en un documento escrito durante el Antiguo Régimen, comprobaremos que la proporción con respecto a lo que ocurre con el hombre, es infinitamente menor. Pero figura, está.
La tratamos de forma anónima en el Catastro de Ensenada y en los libros de vecindario, por ejemplo. La ignoramos y maltratamos para lo que nos conviene, porque luego, en las tareas cotidianas del mar, la tierra o la casa, los hombres sabemos que es el pilar en el que se sustenta el entramado social y económico de esta época, en concreto, y de la historia de la humanidad en general.
Vista así, las mujeres aparecían sin nombre en los textos anteriores, como viudas, casadas, es decir, cuando se las mentaba en relación con un hombre. Tan sólo adquirían carta de naturaleza con nombre y apellidos, y no siempre, al enviudar, con la soltería y la posesión de un patrimonio en tierras y rentas considerable, y en estos casos, se les añadía la coletilla: mujeres, solteras y viudas que viven de por sí.
Los ilustrados del siglo XVIII, como Cornide y Labrada, siempre ocupados de los problemas que tenían los pescadores gallegos con los fomentadores de la pesca catalanes, porque estos introducían nuevas artes de pesca que barrían los fondos del mar, el salpresado de la sardina u ocupaban hasta la más remota ensenada o playa para largar sus redes o armar sus almacenes de salazón, obviaron lo que hacían ellas: descargaban la sardina de las lanchas; la conducían a tierra; la evisceraban y salaban; la empaquetaban en barriles y la volvían a cargar en el galeón que la conducía a tierras portuguesas, andaluzas, levantinas o cantábricas. O la subían a lomos de las mulas maragatas y arrieras para que se transportaran al interior gallego y peninsular, ávido de proteína barata.
Además, entre este ajetreo, reparaban las redes rotas, hacían cestas de mimbre, mariscaban, cocían el pan casero, tejían lienzos de lino, vendían el pescado sobrante, sembraban el pequeño terruño y, por encima de todo, eran madres.
Los autores decimonónicos sucesores de los ilustrados gallegos no la olvidaron, pero, en lugar de procurarle la atención debida y los medios que pudieran hacerle una vida mejor, colocaron en su cabeza un paño negro, de viuda, paternal, que envolvía sus prejuicios contra ella.
A cielo descubierto, en esas inacabables noches de Diciembre y Enero, cuando la atmósfera tranquila parece de hielo, o de vez en cuando sobrevienen ventiscas que azotan cruelmente el rostro y como si le cortaran con un cuchillo, allí, pegadas a una pared, titiritando de frio, mal arrebujadas en usados pañuelos o en mantelos, oprimiéndose el corazón las hemos visto infinitas veces aguardar hora tras hora el arribo de las lanchas; y luego cuando estas atracan, si no hay muelle o el reflujo de la marea lo ha dejado en seco -detalle que da escalofrios- meterse en la mar para tomar la carga al costado de la embarcación hasta que les cubre si es acaso el agua la cintura y llega al pecho… Ante tal espectáculo surge espontáneamente, sin evocarlo, el recuerdo de las modernas leyes dadas para intervenir paternalmente y en bien y en nombre de las generaciones futuras el trabajo de los débiles: que al fin se trata de mujeres, y aún, como algunas lo son, de adolescentes.
Quien esto decía era Joaquín Díaz de Rábago en su célebre obra La industria de la pesca en Galicia, de 1885, aquel que fuera tutor de don Ramón María del Valle Inclán en la Universidad de Compostela.
En documentos anteriores del siglo XVI y XVII, se persigue a la mujer, porque su visita a la aldea, al lugar, villa o lo que sea, incita a aflorar los “naturales” instintos del hombre que viene de la guerra, de Ultramar o de Flandes.
Se le prohíben cosas tan elementales como pretender alimentar a su familia, de modo que no podrá descargar la traíñas de pesca a altas horas de la noche, porque las aguas ciñen sus ropas y acentúan sus formas, para alteración sexual masculina. Tampoco podrá acompañar a la pareja a segar a Castilla, donde trabajan el doble que ellos, porque no es cristiano dejar la aldea, los hijos, el terruño, la playa, desamparados.
Pero a la vuelta seguirá siendo el sostén del banco familiar. De esto no se habla en los textos escritos, pero se advierte magnificado en los documentos gráficos, la maravillosa fotografía desde finales del XIX.
Y pelearán por delante y al lado de sus maridos contra los catalanes que les ocupan las playas y los puertos, al tiempo que les imponen otros ritmos de pesca y vida.
Fueron presas del corso y de los piratas que asolaron las costas, acabando en los burdeles del norte de África, de donde regresaron algunos hombres previo rescate pecuniario, pero ninguna mujer. Incluso, también la propia reina de España en el siglo XVII pide del litoral gallego esclavas duchas en el arte de la conserva.
Técnica esta, que de forma industrial, llega en el último tercio del XIX a nuestras costas, en las que reinarán y reinan porque nada de lo que comíamos y hoy comemos deja de pasar por sus dignas manos.
En los archivos municipales gallegos se custodian los libros de vecindarios a partir del siglo XVIII, como en el de Ortigueira. En los Archivos Históricos Provinciales de Galicia, así como en el Archivo del Reino de Galicia, se puede consultar el Catastro mandado formar por el Marqués de la Ensenada para la Única Contribución, que también está disponible en el Portal Galiciana, así como en el Portal de Archivos Estatales (PARES).
Para saber más, recomendamos consultar:
ARDENTÍA: ”O mar tamén ten mulleres”. Revista Ardentía de Cultura Marítima. Nº 4. marzo. 2007.
ASOCIACIÓN CULTURAL A CEPA: “Mulleres da mar tendida. As conserveiras de Cangas”. Xunta de Galicia.
Recursos audiovisuales:
Caviar literario. As mulleres son as verdadeiras heroínas da historia galega. Parabéns polo artigo, señor Leal Bóveda.
¡Muchísimas gracias por el comentario!